Jefe Seattle (también Sealth, Seathl o See-ahth) (circa 1786 – 7 de junio de 1866) fue el líder de las tribus Amerindias Suquamish y Duwamish en lo que ahora se conoce como el estado de Washington de los Estados Unidos.
El Jefe Seattle nació alrededor de 1786 en Blake Island, Washington, y murió el 7 de junio de 1866, en la reserva Suquamish de Port Madison, Washington (al norte de Bainbridge Island y al este de Poulsbo). Su padre, Schweabe, fue el líder de la tribu Suquamish, y su madre fue Scholitza de los Duwamish. Su lengua materna era el lushootseed meridional.
Seattle se ganó su reputación de joven como líder y guerrero, emboscando y derrotando a grupos de enemigos invasores que venían desde Green River en las faldas de la cadena montañosa Cascade, y atacando a los Chemakum y a los S'Klallam, tribus que vivían en la Península Olímpica. Era muy alto para ser un nativo de Puget Sound, midiendo casi 182 cm (6 pies) de altura. También era un conocido orador, y su voz se dice que llegaba hasta media milla o más de distancia cuando se dirigía a una audiencia.
Se casó tomando dos esposas de la aldea de Tola'ltu justo al este de Duwamish Head en Elliott Bay (ahora parte del Oeste de Seattle). Su primera esposa murió al dar a luz a su primera hija. Tuvo más hijos e hijas con su segunda esposa. De ellos, la más famosa es la Princesa Angeline.
Fue en el año 1855 cuando se procedió a la firma del Tratado de Point Elliot, tratado con el que quedo consumado el robo y genocidio de los pieles rojas. Esta carta es el primer manifiesto en defensa del medio ambiente y la naturaleza que ha perdurado a lo largo de los años.
Fue en el año 1855 cuando se procedió a la firma del Tratado de Point Elliot, tratado con el que quedo consumado el robo y genocidio de los pieles rojas. Esta carta es el primer manifiesto en defensa del medio ambiente y la naturaleza que ha perdurado a lo largo de los años.
Carta de un Nativo Americano al Hombre Blanco 1854
“El Gran Jefe de Washington manda decir que desea
comprar nuestras tierras. El Gran Jefe también nos envía palabras de amistad y
buena voluntad. Apreciamos esta gentileza porque sabemos que poca falta le
hace, en cambio, nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos
que de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomar
nuestras tierras. El Gran Jefe en Washington podrá confiar en lo que dice el
Jefe Seattle con la misma certeza con que nuestros hermanos blancos podrán confiar
en la vuelta de las estaciones. Mis palabras son inmutables como las estrellas.
¿Cómo
podéis comprar o vender el cielo, o el calor de la tierra? Esta idea nos parece
extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua.
¿Cómo podríais comprarlos a nosotros? Lo decimos oportunamente. Habéis
de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada hoja
resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada
claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y la experiencia
de mi pueblo. La savia que circula en los árboles porta las memorias del hombre
de piel roja.
Los
muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos
por las estrellas; en cambio, nuestros muertos nunca pueden olvidar esa
bondadosa tierra, puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos parte de la
tierra y así mismo, ella es parte de nosotros. Las
flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila;
estos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor
del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.
Por todo ello cuando el Gran Jefe de Washington nos
envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras dice que nos reservara
un lugar en el que podamos vivir confortablemente entre nosotros. El se
convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Por ello consideramos su
oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es fácil, ya que esta tierra es
sagrada para nosotros.
El
agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente agua, sino,
también, representa la sangre de nuestros antepasados. Si le vendemos nuestra tierra deben recordar que es
sagrada y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y cada reflejo
fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias
de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed;
son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos
nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos
son nuestros hermanos y también lo son suyos y, por lo tanto, deben tratarlos
con la misma dulzura con la que se trata a un hermano.
Sabemos
que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. El no sabe
distinguir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de
noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su
enemiga, y una vez conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba
de sus padres sin importarle. Le secuestra la tierra a sus hijos.
Tampoco le importa, tanto la tumba de sus padres como
el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su
hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden
como ovejas o piedras de colores. Su apetito devorara la tierra, dejando atrás
solo un desierto.
No
sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola visita de sus ciudades apena los ojos del piel
roja. Pero quizá sea porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada. No existe un lugar tranquilo en las ciudades del
hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los
árboles en primavera o como aletean los insectos.
Pero quizá también esto debe ser porque soy un salvaje
que no comprende nada. El ruido solo parece insultar nuestros oídos. Y después
de todo, para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el grito
solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de
un estanque? Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave
susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese
mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de
pinos.
El
aire tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos los seres
comparten un mismo aliento, la bestia, el árbol,
el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece
consciente del aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos
días es insensible al olor. Pero si les vendemos nuestras tierras, deben
recordar que el aire nos es inestimable, que el aire comparte su espíritu con
la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de
vida también recibe sus últimos suspiros.
Y
si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y
sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento
perfumado por las flores de las praderas. Por ello, consideramos su oferta de
comprar nuestras tierras y si decidimos aceptarla yo
pondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta
tierra como a sus hermanos.
Soy
un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos
pudrirse en las praderas, muertos a tiros
por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo
como una maquina humeante puede importar más que el búfalo, al que nosotros
solo matamos para sobrevivir.
Que
seria del hombre sin los animales? Si todos fueran
exterminados, el hombre moriría de una gran soledad espiritual; porque lo que
suceda a los animales también le sucederá al hombre, todo va enlazado.
Deben
enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros
abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra esta enriquecida
con las vidas de nuestros semejantes a fin que sepan respetarla. Enseñen
a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los nuestros que la tierra es nuestra
madre; y que todo lo que le ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la
tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.
Esto
sabemos: la tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece
a la tierra. Esto sabemos: todo va enlazado, como
la sangre que une una familia. Todo va enlazado. Todo lo que le ocurra a la
tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejía la trama de la
vida; el solo es un hijo. Lo que hace con la trama se los hace a sí mismo.
Ni
siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con el de amigo a amigo,
queda exento del destino común. Después de todo quizá seamos hermanos. Ya
veremos. Sabemos una cosa que quizás el hombre blanco descubra
algún día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que él
les pertenece, lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan, pero
no es así. El es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual
entre el piel roja y el hombre blanco.
Esta tierra tiene un valor inestimable para él, y si se dañase provocaría la
ira del Creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que
las demás tribus. Contaminan sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus
propios residuos.
Pero
ustedes caminaran hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la
fuerza de Dios sobre el piel roja.
Ese
destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan
los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos
de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las
exuberantes colinas con cables parlantes.
Donde está el matorral? Destruido. Donde
está el Águila? Desapareció.
Termina la vida y empieza la
supervivencia.
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